Posteado por: antropikos | agosto 23, 2022

La resurrección de Cortijo: notas antropológicas sobre un clásico

“¿Cómo conciliar tanto extravío con tanta ternura?” [1]

El entierro de Cortijo de Edgardo Rodríguez Juliá es un libro maravilloso, un texto sublime al que le he dado varias lecturas a través de los años: la más reciente en 2022, a raíz de la reedición a cargo de Editora Educación Emergente (EEE) y Publicaciones Gaviota, que viene acompañada de un prólogo por su autor. Para mí esa obra siempre fue un texto etnográfico, producto de las observaciones y comentarios de un testigo de un evento multitudinario en el cual se encontraron diversos sectores de nuestra sociedad y cultura para decirle adiós al cuerpo de Rafael Cortijo, percusionista y líder de una de las agrupaciones más populares y sabrosas del país. Es un clásico (siguiendo a pie juntillas a Italo Calvino) puesto que es un libro que hay que volver a leer y en cada lectura encuentra uno cosas nuevas, giros inesperados y nuevos placeres de lectura.

Mis primeras lecturas de El entierro de Cortijo coincidieron con mi trabajo etnográfico en la costa, y bajo ese manto, de estar ahí, de ser testigo y partícipe de los eventos de la cotidianidad, lo puede apreciar como un esfuerzo extraordinario de tomar notas mentales y reconstruir lo intensamente vivido en unas horas; un proceso al que nos sometemos las y los antropólogos ocasionalmente. [2]

Hoy me he percatado que en esa primera lectura soslayé (por ignorarlas a tan temprana edad… tendría entonces 28 años y un acervo cultural superficial) la riqueza intelectual que percolaba el lenguaje de la esquina y la barriada, así como las innumerables claves a diversos contextos históricos, sociales y culturales que el autor tejía en ese rico tapiz de un momento único.[3] Debo admitir que en esta última lectura (que hice varias veces) pude identificar y maravillarme de las múltiples claves usadas por Rodríguez Juliá para narrar un evento con visos de universalidad, contado desde Villa Palmeras y entrelazado con la historia del país y del Caribe, con toda su diversidad y colonialidad, con sus luces y sus sombras.

1. Lo primero que debo contar es que este escrito va al corazón de mi niñez en San Juan, desde donde escuchaba en la radio a Cortijo y su combo todos los días. Ese espacio donde, desde chico y aunque no entendiera mucho, tenía la costumbre de leer el periódico y hacerle preguntas a mi padre, quien me explicaba algunos eventos como mejor podía: la crisis de los misiles, Patricio Lumumba en el Congo, el ímpetu de los soviéticos (los rusos) en la carrera espacial, las luchas titánicas entre senadores de San Juan (el nuestro) y los Cangrejeros de Santurce (el enemigo), y el arresto de Cortijo e Ismael por drogas.[4] Para mí, leer este libro siempre ha sido sumergirme en mi pasado y en las memorias de San Juan y Santa Juanita, donde hice amistad con otros niños y jóvenes, muchos de ellos trasladados de los arrabales del área metro a las urbanizaciones y con una cultura musical que giraba alrededor de Cortijo, que luego se consolidó con Ismael Rivera y sus Cachimbos.

2. Uno de los asuntos que me ha maravillado de El entierro… lo ha sido la capacidad de su autor para describir (y fabular) la complejidad de un evento multitudinario y multidimensional con visos de espectáculo (era como estar en el Cheetah en Nueva York) con una variopinta multitud de actores, de diversos estratos sociales, acompañado de una banda sonora. (Como dicen los jóvenes hoy, “literal,”, pues los altoparlantes de la estación radial Z93 acompañaba el séquito). Rodríguez Juliá ha pintado un lienzo abigarrado, repleto de densas viñetas atiborradas de desigualdad social, raza, clase y calle. Es por eso que menciona, evoca y emula a Pieter Brueghel y al Bosco, quienes pintaron obras sobre la cotidianidad urbana renacentista, con detalles de los personajes de todos los días. Admito que esas son algunas de las claves que pasaron desapercibidas para mí en las primeras lecturas.

3. El entierro… es una conversación con Luis Palés Matos y su obra maestra Tuntún de pasa y grifería. Por todo el texto se puede sentir el peso de esa obra y el poema “Majestad Negra”, que Rodríguez Juliá evoca para poder narrar el ritmo de los negros y las negras en el entierro. Hay pasajes, en los que el autor evoca unas solidaridades tribales africanas, que en mi opinión tiene tangencias con varios pasajes de la novela Litoral de Palés, por ejemplo, el capítulo XVIII: “El baquiné”. En ese capítulo el protagonista atraviesa el “oscuro y catingoso arrabal” para adentrase “en el mundo de los negros” para ser testigos (como Rodríguez Juliá) del Gran Ciempiés, el que dirige las canciones del baquiné con su canto “Adombe, gangá mondé, ¡Adombe!”. En gran medida me evoca la visión de Rodríguez Juliá de ese lenguaje interno de “esos dos capitanes de mandinga” (Cortijo y Maelo), con “alguna consigna cangá”, con el que se “hablan” en este ritual de la muerte.

4. La portada de la nueva edición es acertada por demás pues El entierro… es, sobre todas las cosas, el vía crucis de Ismael Rivera, quien figura en el mismísimo centro de los dolientes. Maelo es un nazareno pasando por su peor momento y sufriendo intensamente la partida de su hermano, tomándole las manos con ternura, llorándole. Maelo es un doliente que le pide al Cristo de Portobelo que le ayude a cargar esa cruz. Es en esas escenas de dolor en las que todo el extravío del entierro encuentra su mayor ternura, la cual Rodríguez Juliá ha descrito con una sensibilidad extraordinaria.

5. Rodríguez Juliá transita aquí –a vuelo de pájaro– por las coordenadas de la plena como género proletario, los orígenes populares con Canario, el mundo de Mon Rivera, la transformación de la plena en baile de salón con César Concepción y Joe Valle, el proceso de blanqueamiento de la plena y la afrenta musical de Cortijo de traer al vinilo y a las ondas radiales un género (junto con la bomba) negro, de la calle, de la barriada, proletario, de claves africanas, boricuas, caribeñas y urbanas. Un género cargado con las voces de ese mundo, con nombres de gente negra, con referencias culturales exclusivas de ese entorno que se convirtieron en parte de los estribillos de bailadoras y bailadores, de evocaciones históricas y raciales. Un detalle que se me ocurre mencionar aquí es que existe una afinidad intelectual profunda y una gran amistad entre Ángel Guillermo (Chuco) Quintero y Edgardo Rodríguez Juliá. En 1982 Quintero estaba inmerso todavía en la sociología histórica del trabajo y la documentación sobre esa otra cara de la historia. Las claves tocadas por Rodríguez Juliá posiblemente alentaron al músico y sociólogo, quien posteriormente ha escrito y documentado sobre el baile y la música, incluyendo un texto sobre Ismael Rivera y el mundo social que lo forjó. Es, una hipótesis para dialogarla con Chuco, a partir del reconocimiento que hizo de sus numerosas deudas con esa crónica (Quintero Rivera 2009:282).

6. Reza una canción de Catalino (Tite) Curet Alonso que “en los entierros de mi pobre gente pobre, cuando se llora es que se siente de verdad”. Esta sentencia la inicia Cheo Feliciano (quien es una figura central en esta obra, como uno de los patriarcas), cuando anuncia que “los entierros de mi gente pobre son un verdadero espectáculo, sentimiento tú.” El dolor expresado, el rasgarse las vestiduras, el paroxismo del llanto, son parte esencial de la literatura sobre el proceso. Rodríguez Juliá, quien ha descrito el entierro de Cortijo como un espectáculo y un derroche de música, dolor y lágrimas, tiene la sensibilidad de comentar y proveer algunas señales que evitan caer en el estereotipo de que eso pasa sólo en los entierros de la gente pobre de nuestro país. Es posible pensar que para el autor la muerte es una sola, con pequeñas variaciones e idiosincrasias, desde la antigüedad, al medioevo y de ahí al mundo moderno. Para Rodríguez Juliá el duelo exhibido en el entierro evoca al planto (o llanto) del medievo, a la endecha, es decir, una lamentación sobre el ser querido que ha fallecido. Hay que ir a Roncesvalles y Carlomagno para entender ese proceso de duelo, y a otros momentos en la historia y en la literatura. No me sorprende entonces que el autor mencione, de pasada, la “Elegía” de Miguel Hernández usada como ejemplo de una endecha.

7. Una elegía para el caído. Ese canto de dolor (puedo argumentar que todo El entierro… es una endecha) para Cortijo es en parte un poema épico a los sobrevivientes de la droga, de la tecata, del traqueteo. Ellos aparecen erguidos contra los avatares de la vida y ahora flanquean el féretro de Cortijo: Cheo Feliciano, ascendido a gran patriarca, Maelo, el penitente cargando el féretro y Orlando (Peruchín) Cepeda, pelotero y conguero, están ahí, por encima de todo. Son mortales que han ido en una barca por el río Estigia por el sendero de la aflicción y han regresado triunfantes.

8. El antropólogo que habita en Edgardo Rodríguez Juliá dedica muchos de sus comentarios a desguazar (a deconstruir tal vez) el discurso y las narrativas de los dolientes, sus gestos (con ellos y con los otros) y su vestimenta. Así El entierro… es una joya de análisis sartorial de las y los participantes. La vestimenta delata clase, intenciones y aspiraciones. De igual manera, Rodríguez Juliá le da autoridad textual (es una expresión de los y las etnógrafas) a la gente y los cita de manera literal. Ese “mera”, aparece constantemente. Y como ese, muchos otros. [5]

9. ¿Quién es Edgardo Rodríguez Julia? Caramba, no lo sé, y eso me preocupa. Para ir por un camino seguro, el autor es un Joseph Conrad narrando su inserción al corazón de la negritud. Pero dentro de ese periplo, ¿cuál es la voz de la que se apropia? ¿Es la del agente británico del imperialismo belga (Marlow) adentrándose en la densa maraña del río Congo o es la voz de Kurtz quien ha tomado ese mundo por asalto? Rodríguez Juliá, a su vez, se ha apropiado de la esencia de la narrativa de Kurtz para describir “el horror” de las cosas que siente y observa. El espanto que le produce la manera en la que describe su mundo doméstico, la forma en la que cínicamente imagina lo que los blanquitos sentían al ver a esos músicos tocar sin saber leer el pentagrama, el espanto que le produjo la apreciación del “arte como un servicio” en la voz del cardenal Luis Aponte Martínez o, simplemente, “The horror, the horror”, como diría Conrad.

10. Insisto en que El entierro… es un texto histórico, uno admirable en el que en unas sesenta y dos páginas (en esta edición) transita por nuestra antillanía, la literatura caribeña, la política, las relaciones de clase y raza, la transformación del país y la música popular. Hace muchos años quise publicar unos trabajos sobre la costa, e inicié ese libro con la cita que sigue a continuación, una que dice tanto sobre nuestra gente: “Y si la memoria insiste en recuperar un pasado aún más lejano, tendríamos que evocar como los ingleses subieron esta ladera de Cangrejos en el ataque del 1797, para establecer en las alturas de San Mateo su cuartel de campaña. Pero entonces la memoria histórica se vuelve aún más ambiciosa, casi coquetea con el mito cuando Miguel Enríquez suena en el recuerdo. Este mulato zapatero casi gobernaba la isla de Puerto Rico con los privilegios ganados en la patente de corso. Aquellos pardos, negros libres y esclavos de Cangrejos que tan heroicamente lucharon contra los ingleses en el 1797, dejaron sus apellidos regados por estos solares, desde Piñones hasta Loíza, desde Sunoco hasta la notoria Revuelta del Diablo. Los Falú, los Cepeda, los Cortijo, los Verdejo sí que son los puertorriqueños más antiguos, su tradición se remonta hasta los albores mismos de aquella antillanía puertorriqueña forjada por el contrabando y la piratería, la esclavitud y la codicia de los imperios europeos (p. 56)”. [6]

11. Esta es una crónica escrita por un blanquito culto, con la capacidad de narrar –desde distintos ángulos– un acontecimiento sin igual. Pero el autor es un hombre y bajo esa óptica narra, con especial atención, el tránsito de hombres dolientes por todo el paisaje, tal vez soslayando la presencia de las mujeres, que son transeúntes exóticas (las hippies de Humanidades), cuerpos para admirar o reprochar o miembros de una especie de coro que comenta los detalles del cuerpo de Cortijo, o se resignan a consolar a Maelo en su tristeza. Es, sin duda, una mirada masculina en todo el sentido de la palabra.

12. Esta edición contiene una breve reflexión del autor titulada “El entierro de Cortijo y su juvenil cronista: cuarenta años después”, en la que Rodríguez Juliá se confiesa y declara ser un cronista de la realidad puertorriqueña, con todo lo que eso lleva y trae. Un repaso rápido a su obra nos permite apreciar su interés y maestría en ese género: Caribeños, Las tribulaciones de Jonás, Cruce a nado de la Bahía de Guánica y Puertorriqueños, trabajos intersecados por la imaginación, la reflexión y la ficción. Ese texto introductorio del autor es refrescante, puesto que nos revela parte del proceso de observar, recordar y escribir sus impresiones, y de visualizarse como un médium a través del cual la multitud que le rodea habla y se manifiesta en este evento-espectáculo. En ese proceso de observar y plasmar sobre el papel la experiencia inmediata y lo recordado, Rodríguez Juliá evoca a Marcel Proust (un ejemplo preferido de mi maestro en etnografía, Carlos Buitrago), a Brueghel y al Bosco en su obsesión por retratar a la multitud en el proceso de duelo. Ese “joven” escritor, “novelero”, “novedoso”, llegó hasta allí, para testimoniar un momento único y regalarnos esta brillante y corta etnografía de la gente, rescatando en ella toda la ternura que es posible, entre tanto extravío. 

Para mí, como antropólogo y amante de la literatura, El entierro es un libro esencial para pensar al país y pensarnos individualmente. Un texto que me lleva a un mundo que va desapareciendo, y del que formé parte; de una realidad que todavía tratamos de entender. Llego hasta aquí en esta reflexión, con la certeza de que se me quedaron cosas sin escribir, pues esas páginas resguardan un universo todavía por explorar y discutir.[7]

Posdata: Agradezco inmensamente a las colegas de la Editora Educación Emergente (mayormente a Lissette Rolón Collazo) y a Vibeke L. Betances Lacourt sus comentarios y anotaciones editoriales. Para acompañar este ensayo breve he preparado una lista de trabajos musicales en la plataforma Spotify (El entierro de Cortijo-Manolo Valdes Pizzini), con piezas mencionadas en el texto o evocadas de cierta manera en estas líneas. Incluí un clásico de Joe Cuba (“El pito”), cuando se menciona a Cheo Feliciano por primera vez. Igualmente, piezas favoritas de Mon Rivera, Manuel Jiménez (Canario) y César Concepción con Joe Valle, ya que son mencionados en el libro. https://open.spotify.com/playlist/5rRofDHE9DEAvQseFnMVlb?si=deda902438f849ce

Algunas referencias

Palés Matos, Luis. 2013. Litoral: reseña de una vida inútil. San Juan: Folium Editores.

Palés Matos, Luis. 1993. Tuntún de pasa y grifería (1937). Edición de Mercedes López Baralt. San Juan: Universidad de Puerto Rico e Instituto de Cultura Puertorriqueña.

Quintero Rivera, Ángel G. 2009. Cuerpo y cultura: Las músicas “mulatas” y la subversión del baile. Madrid: Iberoamericana.

NOTAS


[1] Frase con la que termina el libro (p.81).

[2] “Morenos, morenos por todos lados y sólo una Mont Blanc para escribir. No, el oficio de cronista dieciochesco me lo prohíbe: ni siquiera una libreta, ni una grabadora, tampoco una cámara Minox. Prefiero escribir la crónica pasándola sólo por el ojo y el oído, soy tercamente subdesarrollado, basta con escribir al otro día, cuando la memoria conserva aún frescos los detalles” (p.25).

[3] La cultura de la esquina –en relación a esta música afrocaribeña– ha sido descrita magistralmente por Juan Otero Garabís: https://revista-iberoamericana.pitt.edu/ojs/index.php/Iberoamericana/article/view/6621.

[4] Estos eventos están narrados o evocados en esta crónica.

[5] Por ejemplo, “Oye mija, baja esa radio, respeta”, “vaya mi pana”, “tú sae”, “no hay craneo”.

[6] Quintero Rivera le da un respaldo sociológico a ese micro-relato en su libro Cuerpo y cultura (2009:282-290). Recomiendo a las y los no-iniciados, a leer El entierro…, junto con los libros de Quintero sobre el baile, el cuerpo y sobre Ismael Rivera. Hay otros textos importantes sobre este tema.

[7]  Tantas cosas, tantas: ¿Quién no estaba allí? (yo no vi a Roberto Rohena), el velagüirismo de Rafael Hernández Colón, los negros republicanos, Rubén Blades, Víctor Campolo (fui uno de los que leyó esos trabajos, El juicio y La movida), Tuntún, onomatopeya de un tambor como sugiere Mercedes López Baralt, o un diablo… hay que escuchar a “Madame Calalú”), el cine mexicano (“Pepe el Toro”, “Ustedes los ricos, nosotros los pobres”), Orville Miller, los símiles (El Combo como el Wild Bunch de Sam Peckinpah y la lista de poetas mencionados: Miguel Hernández, Palés Matos, Pablo Neruda, Luis Lloréns Torres, Luis de Góngora, Francisco Gómez de Quevedo y Mario Brill (por aquello de las jitanjáforas).


Respuestas

  1. Manolito: Excelente, leí el libro hace más de 20 años pero lo volveré a leer. Rodriguez Juliá tiene un estilo que te motiva a continuar leyéndolo y estas notas me han traído gratos recuerdos de la música favorita nuestra y de los personajes boricuas que pululaban en todos los barrios.


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