Hay memorias indelebles y con Don Javier tengo varias. Una de ellas surgió mientras viajábamos en un trolley en la propiedad de Las Cabezas de San Juan, en Fajardo, una belleza natural y arquitectónica de valor incalculable. En medio del trayecto Don Javier detuvo el carromato, se bajó e identificó una parte del cordón empedrado de la vereda que estaba despintado, y con el aplomo de un hacendado ordenó que ese asunto se corrigiera inmediatamente. Alguien salto del trolley, tomó nota y le aseguró que esa falla quedaría arreglada a primera hora el lunes.
Era la primera vez que le observaba en ese quehacer, pero no sería la última. En otras propiedades observé cómo miraba, mandaba y ejecutaba con la fuerza de un mayordomo, pero se trataba del dueño indiscutible de la hacienda. No tomé notas etnográficas de eso (excepto por estas notas mentales que comparto) pero mi recuerdo me ofrece numerosas ocasiones en las que noté un nerviosismo extremo en el personal de las propiedades del Fideicomiso de Conservación de Puerto Rico (FCPR) por la visita y presencia de Don Javier, pues tenía un ojo clínico para ver los detalles de la desatención a unas instalaciones que debían servir al pueblo de Puerto Rico en el disfrute de la naturaleza e invitarlos a la conservación.
Como arquitecto era un esteta consumado, un ser obcecado por el orden y la armonía de las líneas, los colores, la forma, la luz y el espacio. Tenía también el espíritu de un planificador y de un conservacionista a ultranza; es decir, de su propia visión de la conservación de la naturaleza, de las tierras heredadas y adquiridas por un proyecto político y de país al que me pareció que estaba adherido. (Realmente, a mi a veces me importa muy poco las alianzas políticas… las entiendo y las anoto, pero el mundo tiene que estar más allá de eso. Ese es uno de mis grandes defectos y lo admito.)
Llegué al FCPR como consultor, animado y empujado por mi amigo y colega Fernando Silva Caraballo, quien entonces fungía como director de propiedades. El FCPR se inclinaba a desarrollar un programa de investigación social sobre los usos de diversas propiedades y de cómo implementar una política de inclusión y de consulta a la “clientela”, a la gente que les visitaba y auspiciaba.
Tuve mis serias dudas pues sabía que ese era un círculo cerrado, catalogado como elitista por gente muy cercana a mi en el campo de la conservación de la naturaleza. Una dimensión de ese “elitismo” consistía en visualizar al FCPR como una entidad que “privatizaba” terrenos—paisajes–de un gran valor estético, histórico (patrimonial, arquitectónico) y ecológico que cerraba el paso a quienes quisieran entrar libremente a ellos. (Sobre esto se puede escribir mucho, muchísimo, sobre otras instituciones y entidades, federales, locales, no-gubernamentales, pero eso es harina de otro costal.)
Siempre recuerdo las palabras de Fernando: “el viejo está cambiando y quiere explorar esas posibilidades”. Con esa aseveración me lancé a conocerle y comenzar a trabajar con él y con su personal que me pareció que me recibió, en el principio, con una buena dosis de aprehensión.
No entraré en los detalles de esa colaboración, pero quisiera dejar aquí escrito, que me permitió conocer a un ser excepcional, dedicado por completo a un modelo de conservación de propiedades que en mi análisis final, superó las preocupaciones de sus detractores y pienso que tal vez esas miradas le empujaron a conceptualizar la conservación de una manera distinta.
Lo que voy a expresar ahora es una perogrullada de alto vuelo (sobre todo viniendo de mi), pero algo importante de esa nueva mirada fue que se alejó momentáneamente de la estética y de la historia de las propiedades, para insertarse plenamente en el estudio de la gente de a pie, de las y los visitantes, de lxs usuarios del paisaje, de esa gente que miraba al FCPR desde una óptica muy particular.
Para ello nos sumergimos en un estudio de lxs visitantes a todas las propiedades con programas de visitas, por un año, como lo habíamos hecho en el Centro de Investigación Social Aplicada (CISA) de UPR-Mayagüez con El Yunque. Con la gente de CISA y otros colaboradores, trabajamos intensamente para entender la naturaleza social de esas visitas y la percepción de quienes las visitaban. Ese esfuerzo consistió también de entrevistas informales y observaciones de visitantes y al personal del FCPR, actividades que nos permitieron entender mejor a esa entidad. En ese trayecto realizamos un estudio etnográfico y de encuestas de visitantes y patrón de comportamiento de las visitas en la Reserva Natural La Esperanza, en Manatí y un estudio de grupos de interés sobre el Bosque Seco de Guánica.
En esas jornadas, Don Javier siempre fue solidario, siempre abierto a escucharme y a escuchar las voces de esas gentes que muy pocas veces encontraron en el FCPR quien oyera sus reclamos, cuitas y su enorme admiración por una obra de conservación sin precedentes. Me parece que encontré más obstáculos en algunos miembros del personal de la institución, para quienes las voces de la gente representaban una amenaza a sus planes de trabajo estructurados desde la comodidad de la Casa Ramón Power, junto a visitas ocasionales al campo. Pero la inmensa mayoría de ellos, por lo bajo, y aún con temores ancestrales, celebraban que el FCPR y Don Javier se moviera en una dirección insospechada para esa institución.
De Don Javier guardo, en el breve período de nuestra interacción, muy gratos recuerdos y una gran admiración. Detrás de esa mirada severa, había un gran sentido del humor, comprobado en veladas espiritosas e iconoclastas de las que Miguel (Menki) Canals guarda algunos recuerdos, estoy seguro. Aprecio de sobremanera el esfuerzo que hizo por transformar la conservación de La Parguera por varios medios, incluyendo la reestructuración de los viajes a la bahía bioluminiscente. Junto a Don Javier di un viaje maravilloso en helicóptero a la isla de Culebra en la que me cedió la palabra para servir de guía sobre el desarrollo urbano (desparramamiento) y su impacto en los hábitats costeros a una eminencia internacional de la conservación costera de visita en el país.
Conmigo siempre fue un caballero, me escuchó, dialogó plenamente y me dio la oportunidad de trabajar junto a él, a Fernando Silva y otros y otras en una agenda que me ha parecido muy valiosa, en la que aprendí muchísimo. Sin duda, su legado ha sido conservar para el futuro, para “custodiar nuestro provenir”.1
Estoy seguro, que hay otras visiones y percepciones sobre Don Javier y el FCPR, pero quería dejar aquí este manifiesto de lo que me tocó vivir y trabajar con él. Hay terreno fértil para hacer una historia crítica de la conservación de terrenos en Puerto Rico, de la forja de la Autoridad de Tierras, del desarrollo de la industria pesada del refinamiento de hidrocarburos que dio paso a la intervención del Departamento del Interior de los Estados Unidos, que a su vez abrió la puerta a unos procesos cruciales relacionados al proceso de conservar la costa y las tierras. En esa agenda debe haber espacio para insertar a la gente que ha trabajado para hacer la diferencia. Gente que ha dado su vida en el DNRA, el Servicio Forestal, el Servicio de Pesca y Vida Silvestre, el Departamento de Agricultura y el de las organizaciones no-gubernamentales y sus híbridos como el FCPR. Varixs colegas deben poner eso en sus agendas.
Agradecido a Don Francisco Javier Blanco, en vida y en la memoria.
- Francisco Javier Blanco y el Patrimonio Puertorriqueño. Edgardo Rodríguez Juliá. San Juan: Fideicomiso de Conservación de Puerto Rico. 24 de octubre de 2002.
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